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Léxico para deslenguados

Foto del escritor: Benigno MorillaBenigno Morilla

Actualizado: 11 jun 2022



Nuestra época es un espacio cronológico semejante a un trastero abarrotado de objetos inútiles. Pero no sólo se recargan desvanes y buhardillas. También la mente de la población se llena de ideas superfluas y por lo general erradas o deformadas por el paso del tiempo y la ignorancia que campea todopoderosa justamente en la época en que más abunda la información. Siempre me ha fascinado la figura de Diógenes de Sínope, que vivía en Atenas despojado de todo aquello que no fuera necesario. ¿Y que era necesario para Diógenes? ¡Nada! Por casa tenía un tonel, no llevaba vestimenta alguna y hasta renunció a tener un recipiente para beber agua después de ver a un niño juntando sus manos formando un cuenco bajo el caño de una fuente.


Las aparentes excentricidades de Diógenes no eran por amor a la pobreza sino una congruente puesta en escena de sus enseñanzas; un modo de advertir a los atenienses de que habían tomado un rumbo opuesto al de la vida natural adoptando costumbres artificiales y, a la postre, altamente insatisfactorias. Diógenes iba siempre acompañado de una tropilla de perros cuyo nombre en griego es “kiné”. Por ese motivo su filosofía fue bautizada con el nombre de “cínica”, que lleva en su etimología la palabra “kiné” de la que deriva aún, en español”, el sinónimo de perro: can”.


Diógenes es considerado fundador de la escuela de los cínicos junto a Antístenes, discípulo de Sócrates, quien en el mercado del ágora ante la variedad de objetos a la venta solía repetir una frase memorable: “¡Cuantas cosas hay que no necesito!”. Pasados milenios y centurias, me pregunto: “¡Señor, si llega a entrar en un Corte Inglés!”


Como casi todo, con el tiempo, el término “cínico” se ha corrompido y circula fuera de su significado filosófico para ser prácticamente sinónimo de “hipócrita o sardónico”.


Pues bien, en esta época de terrorismo cultural, entre otros motivos por falta de estudios interdisciplinares, se ha dado en llamar Síndrome de Diógenes a un trastorno obsesivo compulsivo por lo común propio de ancianos que acumulan ingentes cantidades de residuos y suciedades en su casa. Justamente lo opuesto al proceder y a la filosofía del bueno de Diógenes de Sínope. ¡Un olé para los psicólogos!


Tal síndrome, no afecta solamente a los ancianos, sino a la mente del grueso de la población que trascurre por la vida colmada de ideas y lenguaje basura aprendido en gran parte por los profesionales de un parloteo pobre y trastabillado a veces inspirados por monólogos exitosos de graciosillos haciendo costumbrismo del siglo XXI; puro humor de corrala con sus clásicas chulerías: “Tal cosa no, lo siguiente”…


Hubiera sido deseable, por lo menos, que el impulso a la acumulación de objetos e ideas hubiera afectado a la cultura en general y, en referencia a lo que nos ocupa, al enriquecimiento del vocabulario. Pero sólo ha afectado al atropello y uso de palabras inútiles aglomeradas en cualquier información. Una pléyade de periodistas de medio pelo padece este trastorno que me he permitido denominar “Síndrome de “plumillas de Diógenes”.

Además de repetir sus sandeces, estos plumillas también pueden reiterar palabras que son culturalmente inaceptables, aunque, curiosamente, los propietarios de seseras reblandecidas toman por hallazgos lingüísticos. No le demos vueltas. Si queremos encontrar tesoros literarios leamos, por ejemplo, a los escritores del Siglo de Oro y no a cantamañanas.


Haré una serie de advertencias, visto que el idioma está aquejado de neologismos anglosajones y términos barriobajeros. El “Diccionario Cheli” de Francisco Umbral, ahora, parece obra de Góngora.


Por tanto, ni se nos ocurra mencionar el término “ojiplático” para expresar una sorpresa que nos dejó, como en los dibujos animados, con los ojos redondos como platos. El palabro fue utilizado incluso por conspicuos escritores, eso sí, saltimbanquis de las letras en diminutivo: léase “letrinas”…


Si vamos al médico por causa de un cólico nefrítico, evitemos decirle que nos duele “en lo que es el riñón”. Basta con decir que “nos duele el riñón”.


No seamos tan lerdos cómo para que en cada ocasión que se presente una situación inalcanzable repitamos el título de una película: “Tal cosa es… Misión imposible”. Es suficiente afirmar: “es imposible”.


”Sí o sí”. “No es no”. Esto ya no es Síndrome de Diógenes de plumillas, es más bien propio de tontos de baba. No tengo ni que explicar por qué.


Anda en bocas un latiguillo colectivo para calificar una frase cuando adolece de una reiteración extrema de un término de moda. Me refiero a “Mantra”. Un ruego: el que tal barbaridad rebuzne, que lea un librito sobre hinduismo aunque sea de baratillo. Un mantra no es una matraca, es una fórmula Sagrada repetida, cierto, pero no a modo de consigna política.


¿Por qué a un ilusionista le llaman “mago”? ¿Y a un prestidigitador, palabra que significa “presto (veloz) con los dedos”, también le cuelgan la misma medalla? Se denominaban Magos a los miembros de un sacerdocio de la Antigua Persia, primeros en  predecir los eclipses. Un hecho portentoso para el pueblo. Vamos, como una ilusión que permite alucinar viendo una mujer levitando en el escenario de una sala de fiestas. Los magos persas no eran ilusionistas, anunciaban los eclipses gracias a la Ciencia tras haber descubierto los ciclos de Saros y pusieron nombre a cientos de Constelaciones. El primer mapa de Constelaciones y Estrellas así como sus respecticos nombre fue un regado de los persas a la Rey Filipo II de Macedonia, padre de Alejandro Magno (he dicho bien Magno, no Mago).


A tan sabia cofradía se la tragó el tiempo y el término “mago” fue choriceado por los agentes de variedades en favor de los titiriteros capaces de sacar palomas de chisteras con caspa. En España, que sigue siendo diferente, hay magos oriundos de Zamora, de Orrio, de Porriño, de Villanueva de la Serena… Persas; ¡ni uno! Todos ellos incapaces de predecir un eclipse de Sol, de Luna o el origen real de la cofradía a la que robaron el nombre.


No afirmemos que “se desploman las temperaturas”. La metáfora es pésima. Primero, porque la temperatura no es un substantivo susceptible de desplomarse; el tropo procede de la impresión que producía, en los ya desaparecidos termómetros de mercurio y su bajada visible. ¿No es más fácil apuntar que “va a hacer más frío”?


Siguiendo esta senda, ¿Por qué los encargados de dar cuenta sobre los meteoros tienen que anunciarnos, por ejemplo:  “Cara al lunes hará buen tiempo”. ¿No sería más natural prevenirnos asegurando: “El próximo lunes hará buen tiempo?”  Para toda previsión se echa mano de: “De cara a…, de cara a… de cara a…” ¡Demasiada cara!


Aunque como Ulises actuales hemos de ceñirnos bien al mástil para no ceder a los cantos desafinados de las sirenas mediáticas y de sus abducidos oyentes, intentando hablar mejor. Aunque de cierto que tal sugerencia dirigida  a la gran masa no servirá para enmendar el desaguisado lingüístico y el declive del rigor manifiesto de los diccionario de la R.A.E. repleto de neologismos populares que hacen las delicias de los humoristas más avispados.

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